29 junio, 2012

Hace calor...


Hacia calor.
Un calor seco.
El camino era costoso pero debía seguir adelante.
Mientras me daba cuenta de como mis pequeños pies ya no sentían el suelo ardiente, la vasija se estaba quebrando, pero debía seguir adelante.
Mil veces le ocurría y mil veces había sido arreglada.
Temía que cuando volviera se quebrara del todo, pero debía seguir adelante.
Ella esperaba que la llevara.
La necesitábamos en casa, pero se hacía duro conseguirla.
El camino estaba seco y creía estar perdida.
De repente, tropecé con una de las grandes grietas que rodeaban el suelo.
Agarré el jarrón con fuerza, aún siendo más grande que yo pude parar el golpe.
Me levanté dolorida y cuando vi la rodilla derecha ensangrentada, las lágrimas me surcaban el rostro, algo normal en una niña de 8 años.
Que asustada estaba, como me dolía, pero debía seguir adelante.
Intenté andar, pero dolía. La arena se había pegado a la herida y debía limpiarla enseguida.
Da igual, debía seguir adelante.
Andé unos minutos más hasta que vi su reflejo.
Llegué a duras penas al riachuelo y bebí antes de rellenar el jarrón.
Estaba tan fresca... un poco oscura y embarrada, pero era la más cercana del pueblo.
Bebí con ansia hasta hartarme y limpié la herida.
Tres horas había tardado en llegar. Un viaje duro y pesado bajo el sol ardiente.
La piel ardía tras unos cuantos kilómetro sin sombra alguna, pero valía la pena.
Bañé mi piel, descansé un tiempo, llené la vasija y retomé mi camino a casa.
Pesaba el doble y los hombros me pesaban.
Sonreí feliz.
Mamá estaría orgullosa, pero ahora, debía salir adelante.


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